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viernes, 25 de febrero de 2011

La mancha de sangre


- Leyenda de Puerto Rico -

Hacia el año 1845, don Blas Silva y Almeida, dueño del extenso ingenio de San Daniel, llamó al escribano para hacer testamento de sus bienes. Era esta posesión la más próspera de Puerto Rico, que el caballero había explotado sabiamente, gracias a su carrera de ingeniero agrónomo, brillantemente cursada en Bruselas. Había construido un ferrocarril que atravesaba las vastas plantaciones de caña hasta la fábrica azucarera, establecida en un extremo de la posesión. Todo ello, así como su cuantiosa fortuna, quería legarlo a los trabajadores, dividiendo para ello la hacienda en tantos lotes como hombres trabajaban allí, en desagravio de la explotación de sus antecesores con la sangre africana. El ganado se vendería, para los gastos de su entierro y su panteón, y el enorme capital, en papel del Estado, sería puesto en manos del cura de la hacienda para que lo repartiera entre los pobres.
El escribano firmó el testamento, y entonces pidióle don Blas juramento, con la mano sobre los Evangelios, de cumplir fielmente todas las cláusulas. Le legaba a él el 10 por 100 de sus bienes, si lo cumplimentaba, y si no, su maldición de que «las llamas del infierno le devoraran por toda la eternidad».
Era el señor de Almeida todavía joven, de unos cuarenta años, soltero y sin intención alguna de casarse. Entregado al trabajo, y sin herederos ni sucesores, quiso descubrir al escribano su secreto; bajo juramento de que jamás lo revelara y con la garantía de su fe notarial, le llevó al pabellón de las evaporadoras, y allí le mostró en el suelo una losa de color gris oscuro, cubierta de polvo de carbón. Don Blas la limpió con un cepillo y luego con agua, y la losa se convirtió en roja; le explicó que aquel color se debía a estar empapada en la sangre de su padre. Y con voz conmovida le explicó la historia siguiente:
«En el año 1840 se acababa de prohibir en España el comercio de negros. Dos portugueses, hermanos, y su padre y su tío, estaban dedicados a este negocio. Tenían un predio en Puerto Rico, al frente del cual estaba su padre, mientras el otro hermano traía negros de Cabo Verde para trabajar en él.
»Los dos hermanos hicieron juramento de no casarse en el país hasta que pudieran tener capital para retirarse a Lisboa. Pero mientras el hermano se hallaba en Cabo Verde, tuvo que concurrir a una fiesta en la isla, y aquel día se enamoró de una humilde aldeana, con la que se casó en secreto.
» Once años habían transcurrido, y todos, excepto un mayoral, ignoraban aquel secreto matrimonio. Pero habiéndole reñido un día su señor, en venganza se lo reveló al hermano. Éste, ciego de coraje, fue en su busca, le insultó y llegaron a las manos. En la refriega, el tío dio una puñalada a su hermano, que cayó muerto, en un charco de sangre.
» Se le enterró al otro día. Se dijo había fallecido de un ataque cerebral, y no habiendo podido limpiar la sangre de la losa, se cubrió con polvo de carbón y ordenó que nadie se acercara a ella.
» A los pocos días se le habla pasado la ira, y, arrepentido de su crimen, llamó a la viuda y al niño y los envió a Lisboa. Fallecida la madre en Portugal, el hijo fue llevado a Bruselas, a estudiar la carrera de ingeniero, terminada la cual se trasladó a Puerto Rico y se puso al frente del ingenio.»
Cinco años habían pasado desde que don Blas hizo testamento, cuando un día, yendo a caballo, se le desbocó, fue derribado y quedó muerto en el campo.
El escribano, al tener la noticia, se presentó ante el juez con el testamento del difunto. Pero era un documento falso, en el que él se constituía heredero universal. Consiguió del juez el auto de posesión y marchó con él a tomar posesión de la finca. Se presentó ante el criado negro de confianza de don Blas y le pidió la entrega de las llaves. El servidor le condujo al despacho de su amo, le hizo entrega de todos los documentos y salió; mas le dejó encerrado. Lo primero que buscó el escribano fue la copia del testamento verdadero, para hacerla desaparecer. Ya había quemado los papeles; pero unas pavesas encendidas cayeron sobre unas cortinas, que ardieron. Las llamas se corrieron al techo y pronto la habitación se convirtió en un horno. El escribano corrió a la puerta para salir; pero estaba cerrada por fuera. Se echó contra la ventana; mas tampoco pudo abrirla. Y entonces se acordó de la maldición de don Blas, si no cumplía el juramento. Atemorizado, se postró de rodillas, pidiendo perdón al cielo; mas, con todo, alcanzado por las llamas, pereció entre horrores, hasta quedar reducido a cenizas.
Don Blas había previsto este caso, y así, confió a su fiel criado negro su testamento, para el caso de que el escribano no lo cumplimentara. Dispuso que cuando se presentara en busca del testamento, le encerrara en su despacho, donde había dejado una copia, pero que con el auténtico marchara a entregarlo al juez. Así lo había cumplido el criado, por lo cual cerró por fuera, con llave, el despacho de su señor, dejando dentro al malvado escribano.
El juez hizo cumplir el testamento, y la hacienda fue repartida entre todos los esclavos, que se establecieron allí, y con el tiempo se convirtió en una aldea de agricultores blancos, amarillos y negros, del cruce de las razas de los trabajadores.
La memoria de don Blas fue venerada por aquellas gentes, y todos los años, en noviembre, los habitantes siguen visitando el cementerio del pueblo, donde yacen los restos del bondadoso señor, y aquellos días se exhibe la losa con la mancha de sangre.

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