Bienvenid@ a este bosque nebuloso. Disfruta de tu estancia.

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jueves, 11 de agosto de 2011

LA BOCINA

Escuchó un ruido, y sabía perfectamente que no habría nada de extraño ni sobrenatural en la casa. Pero aquella noche estaba especialmente susceptible. Todo a causa del susto que antes de entrar a su casa se llevase: un camión de basuras hizo tronar su bocina avisándolo de su descuido, el mismo que casi provoca su atropello junto a un contenedor. Una bocina que sonase demasiado alta había inquietado sus nervios, había crispado su sensibilidad, había estimulado su capacidad de alerta, al igual que la de fabular sin pretensión, sin sometimiento a la voluntad de no hacerlo.
Entró al dormitorio y colgó el traje en la puerta del armario empotrado, entreabierta, vistiéndose luego con una bata de paño grueso. Quiso tranquilizarse, necesitaba hacerlo, serenar su espíritu inquieto y asustado; por ello se sentó en el borde de la cama, donde se dio cuenta de la ingente cantidad de imágenes que se sucedían en su imaginación disparatada: una mano que le tomase los tobillos por debajo de la cama, un susurro incomprensible junto a su oído, alguien desconocido oculto en el armario, una puerta que se abre en otra parte de la casa, la luz de la lámpara que dejase de funcionar sin motivo…
Tras encender todas las bombillas del dormitorio, conectó el transistor de la mesilla de noche, pensando que la voz del locutor que amablemente describía un producto cualquiera le facilitaría la desconexión con las visiones que no quería tener. No se atrevía a salir de aquella habitación, olvidó su creciente apetito y hasta sus deseos de sentir el agua de la ducha en su cuerpo cansado. Pero la voz del locutor podía ocultar otros sonidos que la advirtiesen de la presencia de a saber qué alimañas que podían estar acompañándola, sentadas junto a ella en la misma cama, mirándolas a la cara a tan sólo un palmo de su rostro, ahí presentes sin que fuese ella capaz de advertirlas, a unos centímetros de su rostro preocupado por sus disparatadas imaginaciones. Desconectó el transistor convencida de estar escuchando realmente una respiración agitada, inquieta, desesperada. Pese a que quiso y hasta lo forzó, no pudo reírse al ver que era la suya propia, su respiración frenética y desquiciada. Su carcajada sonó extraña, incomodada, absolutamente falsa en la soledad y el silencio del dormitorio. Se imaginó recorriendo la casa, registrándolo todo, buscando no sabía el qué, que de aparecer realmente de improviso la destrozaría de puro susto.
Decidió respirar profundamente para calmarse, y sus dedos rozaron un saliente de la colcha que confundió con otros dedos engarrotados, o con la boca abierta de un espectro maloliente, o de un desagradable cadáver descompuesto que la mirada sin ojos vivos. No supo porqué ahora se asustada de lo que jamás había temido: monstruos del más allá, muertos que andaban, fantasmas que sabía no existían. Por eso se puso en pie, y pese al terrible escalofrío que atravesó su nuca y recorrió impudoroso su espalda advirtiéndola de su decisión, salió al pasillo de la vivienda y llegó hasta el baño. Cerró la puerta tras de sí, y dedicó sabiamente unos minutos más, tensos y eternos, a tranquilizarse, sorprendida al observarse la expresión alarmada de su rostro reflejada en el pulcro espejo. Y así se sucedían las cosas de verdad: su imaginación despierta reflejaba hipotéticos mundos de terror en la superficie de un espejo mental, y ella observaba el material, y lo creía. Era por ello que debía obviar aquella situación sin sentido; quiso salir del baño, y sucedió que se quedó estática ante su puerta, petrificada por un instante imperecedero al descubrir apagada la luz del dormitorio. No estaba segura, pero tuvo que afirmarse en la creencia de ser ella la autora de la desconexión de la corriente eléctrica al salir del dormitorio. Respiró profundamente una vez más, y avanzó por el estrecho pasillo amarillento, adentrándose en la oscuridad que progresivamente la iba digiriendo, hasta rozar el marco, ahora áspero, de la pulida puerta del dormitorio, donde venciendo visiones fantasmagóricas y alarmantemente desenfrenadas, deslizó su mano derecha hacia el lugar del interruptor. La torpeza producida por la excitación la condujo a perderlo, a no hallarlo situado en el lugar habitual, un absurdo que se metamorfoseó inmediatamente en horror erizado, erosivo, explosivo: en la calle, el camión de basuras hizo gritar otra vez su pérfida bocina, cuyo sonido erupcionó exactamente como lo hizo el pavor en su cuerpo espantado; flaquearon sus rodillas, y entonces se doblaron para precipitarla asustada al suelo. Si había sentido el hormigueo del miedo, la caricia helada del desasosiego rugiente, aún le quedaba descubrir el golpe inolvidable del terror presentado en su esencia: sin duda, aun incluso reconociendo el tacto de la tela que sintió sobre sí, la imagen abrasiva que recreó su mente fue el atropello mortal que nunca se produciría al entrar en su casa, y así sintió el deslumbrante golpe contra la carrocería del vehículo, vio el destello de un poderoso faro delantero y hasta olió la goma del neumático desprendida de la forzada frenada, todo cuando el traje que colgara en la puerta del armario se desprendió sobre ella.


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