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viernes, 16 de septiembre de 2011

Cita a ciegas


Notó su presencia nada más traspasar el umbral del bar, sabía que él la estaba observando, que no perdía detalle de ninguno de sus movimientos, desde la forma en que revolvía el café, hasta la manera de chupar el cigarrillo con la ansiedad propia de una cita a ciegas.


Tenía plena consciencia de que cada mirada, cada gesto, cada movimiento que realizaba estaba siendo registrado.


Siempre que Noelia se giraba, para localizar dónde se ocultaba el espía, todos parecían andar absortos en sus propios asuntos, como si nada tuviera que ver con ellos... podría ser cualquiera, pero resultaba demasiado arriesgado dirigirse a alguno, además: aunque acertara, él lo negaría.



El nerviosismo estaba más que justificado, pese a que ya había asistido a más de una cita con internautas,  esta historia nada tenía que ver con las anteriores;  fue extraña desde el primer momento, desde el mismo instante en que él le declaró que llevaba más de tres meses leyendo sus escritos en foros y amándola desde el anonimato, ella no sabía si creerlo o no, si todo terminaría por ser una trampa con sabe Dios qué objetivo, pero su curiosidad siempre se situaba por encima del miedo, necesitaba un desenlace y lo necesitaba ya. Pensó que quedando en un bar no correría ningún riesgo y por eso se encontraba allí en estos momentos.


La hora de la cita ya había pasado... en un momento, un señor gordo y calvo la miró obscenamente, a la vez que se pasaba la lengua por sus labios grasientos con deleite, ella apartó la vista rápidamente, tal vez la reacción del señor obedeciera a su propia forma de escrutar todo, cómo si buscase, en su ansia de detectar a la persona con la que había quedado; le desagradó mucho aquel hombre, le entraron ganas de vomitar.


Finalmente se confirmó una de sus conjeturas; nadie se presentó al encuentro, seguro que había sido obra de algún conocido que se quería burlar de ella... bueno; al menos no he topado con un asesino en serie - pensó -,  aunque todo rato que permaneció en el bar sintió desazón por saberse controlada.

Pagó el café, después de consultar el reloj mil veces, salió del local y deambuló por las callejas de la ciudad, todo el tiempo sentía una mirada clavada en su nuca, de nuevo todos los viandantes parecían inocentes.


Aquella presencia siniestra le angustiaba cada vez más, pero nada podía hacer por evitarla... alguien le seguía como una sombra, alguien que se ocultaba muy bien. Aceleró el paso progresivamente, cada vez más tensa.  No conocía la ciudad, no tenía idea de dónde se dirigía, sólo que necesitaba caminar más y más aprisa. Notó que se alejaba del bullicio del centro, que había menos gente por la calle, que las fachadas de las casas presentaban un aspecto mucho más mísero, giró a la derecha, al llegar a un cruce, y se internó en una callejuela de apenas un metro de ancho, sintió verdadero pánico al comprobar dónde se acababa de meter, allí reinaba el caos: solares con muros derruidos y puertas desvencijadas, tendederos de trapos viejos de pared a pared, formando un puente de ropas de títeres sin cabeza ni extremidades, juguetes o restos de juguetes en el suelo, excrementos y basura por toda la calle, restos de fogatas... el escenario se transformaba en uno de  pesadilla, acorde con sus miedos.


Junto al taconeo de sus pasos escuchó otros, que se acercaban rápidamente, notó una respiración jadeante cada vez más próxima, el propio pánico le impedía girar la cabeza... de repente sintió que alguien le agarraba fuertemente el brazo, lanzó un chillido al enfrentarse con la cara sonriente de su perseguidor, temblaba toda ella, creyó que se desmayaría en cualquier momento, entonces él, sin dejar de mirarla fijamente a los ojos y con voz pausada y tono educado, dijo:


- Disculpe Señorita, vengo siguiéndola desde Casa Juan, tal vez no se ha dado cuenta de que ha olvidado su paraguas.


Cuando Noelia volvió en si, se encontraba sentada en el banco de un parque, extremadamente cuidado. Abrió los ojos y el extraño, mirándola con alivio,  le explicó que se había desmayado, que estuviera tranquila, que no tenía nada que temer.


Ella, aún muerta de susto y deseando zafarse de él, le dio las gracias, haciéndole saber que no era necesario que la acompañase al hotel, que ya se sentía perfectamente. Cuando por fin logró orientarse y dar con su alojamiento, aún continuaba pálida, el recepcionista le preguntó que si se encontraba bien y, sin esperar su respuesta, le explicó que a los pocos minutos de salir la había llamado un tal Víctor, le pedía disculpas por no poder asistir a la cita, por un imprevisto grave, quedó en que la telefonearía por la noche para contarle todo lo ocurrido.



Subió volando las escaleras hasta la habitación siete, la suya, cerró la puerta, se echó en la cama boca abajo y comenzó a llorar compulsivamente; nunca antes se había sentido más absurda y ridícula que ésa tarde.



Alicia Camacho


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