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martes, 20 de septiembre de 2011

El cura salido


Cierto que su vida estaba constituida por un cúmulo de circunstancias atípicas, de anécdotas que al común de los mortales  no le sucedían, si acaso sólo alguna de ellas, pero esto último era demasiado, incluso para ella, sobrepasaba el límite de lo incidental para caer de lleno en el de lo surrealista.

Se supone, al menos eso consideraba, hasta que pasó lo que pasó, que un hermano mayor te defiende, lucha por ti, y castiga, al menos amenaza, a quiénes se propasan. Tan extrañas reacción en él, le llevó a variar el objeto de sus disquisiciones, de los acontecimientos recién sucedidos  a cómo su hermano había encajado los hechos.
Mientras permanecía en la cama, mirando fijamente al techo sin ver nada, consideraba que, desde luego, no le había faltado razón en su argumento, pero ella se sintió algo decepcionada por esperar un “dime dónde tiene la parroquia, que se le va a caer el pelo”, o, cuando menos unas palabras de ánimo, de consuelo y no aquélla frase lapidaria, soltada con desgana, entre bostezos para continuar con el sueño interrumpido.

Ésa tarde se había casado su amigo Fernando (un escritor tan prolífico como conocido en su casa a la hora de comer), con una chica mucho menor que él, hermosa, con aspecto de musa de la poesía y ataviada de la forma más bucólica posible; vestido blanco de gasa con aire de antiguo y una diadema de florecillas silvestres multicolores. La ceremonia tuvo lugar en una de las iglesias emblemáticas de Granada, en pleno meollo del Albayzin, y la había oficiado un amigo del novio, un cura de los modernos y barbados, de los que reclaman a voz en cuello la necesidad de terminar con el celibato.
  
Acabada la ceremonia los amigos más íntimos, junto con el cura moderno, fueron a tomar unas copas a un pub pelín trasnochado, con cierto aire bohemio, de ésos que andan repletos de artistas potenciales,  que acaban por limitarse a publicar sus obras en servilletas de papel casi transparentes y llenas de borrones y manchas, mientras, entre copa y copa, reclaman el reconocimiento que se merecen y que no llega por estar las editoriales plagadas de “vacas sagradas” que deben más a su nombre que a su talento real.

Allí no se habló de viaje de novios a lugares paradisíacos, ni de la posible  maternidad venidera, ni de lo hermoso del amor, sino, como siempre, de poesía, de arte, de cuando triunfarían los poetas de  la razón frente a los de la experiencia. La novia andaba visiblemente aburrida, como musa poco tenía que opinar, y Natalia andaba más preocupada pensando quién la acompañaría a casa que en el hermestismo de la Alambra o en el origen de la alquimia. Vivía lo suficientemente cerca del pub, como para resultar ridículo coger un taxi, pero no tanto como para no sentir miedo de irse sola en la madrugada a casa, sabía, y lo sabía muy bien, que el laberinto de callejas adyacentes a la Carrera del Darro frecuentemente se convertía en el lugar de escape de los chorizos. Hasta que el padre Paco le dijo que tranquila, que él, llegado el momento, le depositaría intacta en la puerta de casa, que además le venía de paso para su convento.

Nada más enfilar la Carrerra del Darro Paco se abalanza sobre Natalia, se convierte en el hombre-pulpo, a la vez que se adorna de frases cómo: “Nunca tendrás otra oportunidad de estar con un cura”, mientras sigue tratando de meter la lengua hasta el fondo de su boca, de estrujar sus pechos... ella contrargumenta, mientras trata de sacárselo de encima, le dice que si al menos estuviera bueno, se lo pensaría y que su condición de cura le importa un carajo, que le cuenta la de hombre y que ésta no le convence en modo alguno. Él le saca la blusa del pantalón de un tirón, ella pelea por volverla a su sitio, continúa en forcejeo hasta la puerta de casa, hasta que al fin logra zafarse, cierra con ira y se apoya de espaldas en la puerta para tomar aire, está a medio camino entre la indignación y el asombro, se plantea denunciarlo al obispado, segura de que no ha sido la primera, ni será la última, en sufrir semejante acoso y que seguro que ya le ha funcionado con anterioridad, de ahí la seguridad del cura.

Recuperado el aliento entra en casa a oscuras, con los zapatos en la mano, para no despertar a su madre, se desliza hasta el cuarto de su hermano y lo zarandea, mientras trata de despertarlo con  voz queda, son las cuatro de la madrugada:



-                 Jose, Jose...¡despierta tío!..., mira lo que me ha pasado...

-                 ¿hum?

-                 Tío, por favor... que te lo tengo que contar.

-                 ¡hum!... ¿qué?, farfulla abriendo un ojo.

-                 Jose, ¡joder!, hazme caso, que es muy fuerte.

-                 ¿Qué pasa, qué hora es?.

-                 ¡El cura!... el cura que ha casado a Fernando... ¡tío, que casi me viola en medio de la calle!.

Ahora si abre los dos ojos, vidriosos por el sueño, la mira fijamente y se produce un silencio de unos segundos, al final de los cuáles suelta un: “¡A ver si es que te crees que los curas no tienen polla!”, se da la vuelta y continúa durmiendo, mientras Natalia permanece inmóvil en el centro del dormitorio... ni una palabra más.

Por fin reacciona y se mete en la cama mientras piensa que para qué quiere una hermanos mayores... que sí, que vale que los curas tienen polla, pero no es normal andar echándose encima de la primera que pasa por su lado... que al menos la podría haber consolado,  preguntarle si le había hecho daño... claro....  que se veía que no... ¡jo, por lo menos una propuesta de denuncia!, ¡algo!. La respuesta del hermano es tan aplastantemente lógica, que hasta la ha dejado sin ganas de llorar, le ha quitado el enfado, la impotencia, ya sólo tiene sentido tratar de dormir para no llegar con ojeras a la Facultad.



Alicia Camacho

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