Bienvenid@ a este bosque nebuloso. Disfruta de tu estancia.

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viernes, 24 de febrero de 2012

EL ALMA DEL PAYASO

-Soy el payaso Piolín –dijo, con una gracia sin igual, el hombre con traje
multicolor mientras se presentaba ante su público. Una serie de gestos caricaturescos y
risas exageradas completó su presentación.

Su cara estaba pintada de blanco y alrededor de sus labios y ojos celestes había
unos enormes círculos rojos que le cubrían medio rostro. Tenía una gran nariz de
plástico del mismo color y una peluca azul que ocultaba el negro furioso de su pelo.
Además tenía un moño amarillo con círculos verdes sobre su camisa blanca y unos
pantalones naranjas, tan anchos que entraban dos personas, sujetos por unos tirantes
negros. Llevaba puesto unos impresionantes zapatos azules y un bonete del mismo color
que los pantalones sobre su cabeza. Ese hombre, de unos treinta años, no dejaba de reír
y saltar mientras enseñaba un muñeco hecho con trapos cocidos con hilo. El muñeco
surcaba el aire de un lado a otro impulsado por su dueño. Más que un muñeco parecía
un bollo de tela sin forma. Lo único que podía notarse con claridad eran los dos botones
que formaban los ojos, pero al payaso no se quejaba. Era su compañero de espectáculo y
a los chicos les encantaba, eso era lo importante.
-Este es mi perro Piolón y es muy travieso –dijo mientras revoleaba a la masa de
trapos como si fuera un yo -yo. Las piruetas que hacía en el aire eran por demás
graciosas y a él le fascinaba saber que los niños se divertían con eso. Escuchar sus
pequeñas risas y estruendosos aplausos no tenía precio. No había dinero en el mundo
que pudiera pagar la felicidad que sentía en esos momentos.
El escenario improvisado en el que desplegaba su gracia era bastante amplio, su
piso era de madera barnizada, y en el centro había una pequeña mesa redonda. En la
parte superior, justo sobre las vigas del techo, había colgadas unas potentes luces que
iluminaban todo el lugar sin perder detalle.
Una vez que terminó su rutina de acrobacias y saltos ató a su “mascota” a una de
las patas de la mesa –para que no se escape –le dijo al niño y tomó tres pelotas de
goma, una roja, una verde y una amarilla, para hacer malabares con las manos. Las
pelotas giraban en el aire una tras otra dibujando círculos casi perfectos. Agregó una
cuarta, de color azul, y a los pocos segundos, una quinta, negra. La cosa se estaba
poniendo cada vez más difícil, pero no era imposible para él. A esta altura de su carrera
nada lo era. Tantos años de práctica le habían otorgado una confianza suprema.
¡Cuántas veces había hecho esta acrobacia! Ya se había olvidado el número. De lo único
que estaba seguro al ciento por ciento era que al público le encantaba.
La función era presenciada por un solo niño, de unos nueve años, que miraba
con los ojos bien abiertos las piruetas que hacía el artista, sin perder detalle. Estaba
sentado a pocos metros del escenario. Parecía hipnotizado por la destreza del artista. Era
un privilegiado que tenía el espectáculo para él solo.
-Piolín también es mago –dijo mientras dejaba caer las pelotas en un canasto de
mimbre y tomaba una galera que estaba sobre la mesa. Le mostró a su espectador la
galera con el fin de que observara que estaba vacía. Corroboró que no había nada dentro
introduciendo su mano y moviéndola contra sus paredes. Acto seguido, sacudió su
varita mágica con lentitud. Cada uno de sus movimientos destilaba magia y estaba
seguro de que el niño lo percibía.
-¡Abracadabra, pata de cabra! –exclamó y metió la mano. Sacó un pañuelo de
seda amarillo con estrellitas azules. Sonrió y volvió a hurgar en el sombrero. En esta
oportunidad, aparecieron dos, uno de color rojo y otro violeta. La introdujo una tercera
vez y extrajo un pañuelo seguido de otro. Todos atados por sus extremos. Primero, uno
de color rojo, después otro amarillo, blanco, verde, celeste, gris. Daba la impresión que
la larga fila de pañuelos no terminaba nunca, que era infinita. Y cuando dejó de
sacarlos, se habían acumulado en el suelo, unos veinte de diferentes colores, como si
hubiera un arco iris cerca de sus pies.
Hizo una pequeña referencia graciosa y, sin dejar de sonreír, apiló los pañuelos,
junto con la galera, sobre la mesa. Allí había una caja rectangular. Con sumo cuidado y
creando una atmósfera de misterio, introdujo la llave en el candado y la abrió. En su
interior, envueltas en un paño de color azul intenso había tres dagas. Sus hojas tenían
más de veinte centímetros de largo. Las sujetó con fuerza y volvió a mirar a su
espectador. Se las mostró con precaución y respeto. Había aprendido que a los cuchillos
no había que temerles, pero sí respetarlos. Eran instrumentos con los que no se podía
jugar. Había que tener mucha precaución con su uso. El niño continuaba maravillado
por la prueba que el payaso había hecho hacía unos instantes y parecía estar
preparándose para la próxima.
Lo primero que hizo fue levantar la cabeza y mirar fijo el techo. Abrió su boca lo
más que pudo, en ese instante le vino a la mente la imagen de un cocodrilo con las
fauces abiertas. Se introdujo una de las dagas. Realizaba la prueba con suma cautela. Se
trataba de un acto muy riesgoso que requería el máximo de concentración. “Las armas
no perdonan a los tontos” pensó. Un movimiento en falso y adiós payaso. El cuchillo
entró hasta que de su boca sólo se alcanzaba a ver la empuñadura cubierta con una cinta
roja. Acto seguido, con movimientos lentos y calculados al milímetro, se colocó otra
daga y por último, la tercera. Podían distinguirse con claridad las tres empuñaduras que
sobresalían de su boca, una detrás de otra. Extendió los brazos para finalizar su acto.
Las tres dagas mortales eran su as en la manga. Sabía que tenía al público en el bolsillo.
Nunca fallaba.
Con pulso de cirujano, se las quitó una a una y volvió a sonreír aliviado. Tenía la
sensación que el alma le volvía al cuerpo. No le gustaba demasiado esa prueba, pero
debía realizarla para complacer al niño. Todo sea por brindar un momento inolvidable.
En cada espectáculo debía entregar todo. Cada uno debía ser el mejor espectáculo de su
vida. Esa era una de las reglas principales del circo. El show ante todo. Una vez que se
deshizo de las filosas armas, las limpió con un pañuelo de seda y volvió a guardarlas en
su compartimiento. Bebió sin respiro un vaso de agua tibia. Hubiera preferido que el
líquido estuviera helado, sin embargo lo que le interesaba más era que podía dejar
correr, con normalidad, el agua por su cuerpo. Dio un suspiro de alivio y se secó las
gotas que habían quedado sobre su barbilla con la manga de su traje.
-Nunca hagas esto en tu casa –le aconsejó mientras negaba con el dedo, al
mismo tiempo que tomaba la masa de trapos, que era su perro y le preguntaba:
-¿Querés que te cuente un chiste?
Con su mano movió la cabeza en señal de afirmación.
-¡Así me gusta! Te voy a contar un chiste que te vas a descostillar de la risa. Y
vos también –dijo mientras señalaba al niño. -Había un elefante que era un tanto miope
y que siempre que caminaba por la selva pisaba el hormiguero de unas hormigas. Todos
los días hacía lo mismo. No era que el elefante fuera malo sino que como no distinguía
bien el camino, siempre terminaba por aplastar la casa de las hormigas y ellas tenían que
volver a construirla –el payaso tragó salida y prosiguió. –Las hormigas estaban hartas
de tener que refaccionar su casa con cada paseo del elefante. Desesperadas por lo que
les ocurría, la reina convocó a una asamblea urgente. Una multitud concurrió
esperanzada. La reina había preparado un plan y les aseguró que no fallaría. Les dijo
que todas se subirían al gran árbol que estaba al pie del hormiguero y cuando el elefante
pasara por allí se arrojarían sobre él y comenzarían a picarlo. Tal sería su dolor que el
enorme animal se marcharía de la selva y nunca más volvería a molestarlas. Las demás
hormigas, gritando a viva voz, estuvieron de acuerdo con lo que había propuesto su
soberana. Era la mejor idea que habían escuchado. Al otro día, se subieron todas a las
ramas del árbol. Eran muchísimas y las ramas se tambaleaban con su peso. Cuando el
elefante hizo su paseo diario y caminó por encima del hormiguero las hormigas se
abalanzaron sobre él. El elefante, quedó cubierto por los insectos como si tuviera una
capa sobre su gran lomo gris. A los pocos segundos, había comenzado a sentir unos
leves pinchazos, así que se sacudió con fuerza. Las hormigas fueron arrojadas con
violencia de su voluminoso cuerpo, cayendo todas al suelo. Estaban mareadas y
aturdidas. Sin embargo, una pequeña había quedado colgada del cuello del animal.
Entonces la reina, que era la única que se mantenía en pie, le gritó: ¡Ahorcalo!
¡Ahorcalo! –concluyó el payaso y se echó a reír hasta más no poder al mismo tiempo
que se golpeaba las rodillas con las palmas de las manos. A pesar de sus sonoras
carcajadas el niño no se contagiaba. Sólo atinaba a mirarlo. El chiste parecía no haberle
causado gracia.
Con los ojos llenos de lágrimas producto de sus propias risas, el payaso se
acercó al pequeño que lo observaba en silencio. Se sentó en la silla que estaba al lado
suyo y le dijo con suavidad, susurrándole al oído:
-Sé que el chiste no te gustó. Es que no soy un gran contador de cuentos, pero
ahora quiero contarte una historia. Una historia verdadera.
El niño seguía callado, sin decir nada, como si estuviera ansioso por las
próximas palabras del artista.
-Hace muchos años, un chico como vos quería ser payaso. Era el sueño de su
vida. Su madre lo había abandonado y fue su padre quien lo había criado. Sin embargo,
con el paso del tiempo, ese hombre casi nunca estaba en su casa ya que se pasaba los
días en el bar, mezclándose entre gente que era mejor evitar. Cuando el niño le comentó
su vocación, el padre se enojó mucho y no le permitió cumplir su sueño, así que una
noche, se escapó. Caminó sin rumbo, pidió monedas en la calle para sobrevivir, hasta
había llegado a dormir en los bancos de las plazas. Vagó por tantas ciudades que ya
había perdido la cuenta, hasta que en una de ellas encontró un circo, de nombre “Azul”.
Consultó a uno de los empleados si necesitaban gente y cuando le respondieron que sí,
se presentó de inmediato a la oficina del dueño. Lo atendió un hombre de avanzada edad
que al ver el carisma y entusiasmo del muchachito, le consiguió trabajo en ese mismo
momento. Le dió un nombre artístico: “Piolín” y su labor consistía en ser el ayudante de
un payaso llamado “Corcho”, quien era uno de los artistas más populares del circo. Al
cabo de unos meses, con su gracia y sus malabares se ganó la simpatía del público que
iba a la función. Se complementaban tan bien y su espectáculo era tan atrayente, que el
dúo había cobrado una fama inusual. Todos querían ver a esos payasos. Los chicos se
acercaban para sacarse fotos, les pedían autógrafos y, junto a sus padres, se divertían
como nunca cuando salían al escenario –de los ojos del payaso habían comenzado a
brotar lágrimas. Se las limpió con una de las mangas de su camisa y prosiguió –pero los
niños no sabían que el payaso “Corcho” no era una buena persona fuera del escenario.
Era una sombra maligna cuando terminaba el espectáculo. Era un tipo alcohólico y
violento. Estaba resentido con la vida y la única manera de sobrellevarla era con
violencia. No se cansaba de golpear siempre que podía al chico que jamás atinaba a
defenderse. Pasaba gran parte del día junto a su botella de whisky, que a la larga, era su
única compañera y la única que calmaba sus penas. Era como su pasatiempo: beber y
golpear. Y se desquitaba, cuando alguna broma no le salía, con el pobre niño que no
tenía ninguna culpa de lo que le pasaba. Una vez, estaba tan borracho que había llegado
a herirlo en un brazo con una botella de vidrio quebrada. Y si el chico se olvidaba lo que
tenía que decir o hacer sobre el escenario, nunca terminaba el día sin la marca de su
cinturón de cuero en la espalda. A los demás integrantes del circo les simpatizaba
“Piolín”, pero nadie hacía nada para defenderlo porque “Corcho” era uno de los artistas
más representativos y sabían que si el payaso se iba, unos cuantos se quedarían sin
trabajo. En varias oportunidades el dueño del circo había hablado con él, pero parecía
no entrar en razón. Y como los negocios, para ciertas personas son más importantes que
el bienestar, dejaba pasar esas golpizas. Así como el dueño, los demás empleados,
preferían cerrar los ojos y tapar sus oídos ante las súplicas de la joven víctima.
En ese momento, un ruido interrumpió la historia. El payaso se asustó tanto que
estuvo a punto de caerse de la silla. Se incorporó de un salto y se dirigió a una de las
ventanas. Las manos le temblaban. Apoyó la cara contra el vidrio y observó todo el
lugar. Sólo veía matorrales y trozos de ladrillos desparramados. Al cabo de unos
segundos que le parecieron eternos descubrió quien era el culpable de aquel ruido. Se
trataba de un gato que corría sobre unas chapas. Suspiró aliviado, sin embargo, aún
continuaba tenso cuando volvió a su silla.
Se dejó caer en el asiento y, sin poder soportarlo más, se echó a llorar sin
consuelo. En esta oportunidad, las lágrimas no eran de alegría, sino que eran amargas y
cada una que emergía de sus ojos le hacía ver imágenes que prefería olvidar. Imágenes
enfermizas y tristes. Imágenes de dolor y soledad. Imágenes de locura y furia. Esos
recuerdos le desgarraban el alma, como un cuchillo a un pañuelo de tela. Lo torturaban
a cada momento. Lo mejor era seguir con su relato, desahogarse, dejar de sentir esa
piedra enorme sobre los hombros. Respiró profundo, logró controlarse y prosiguió con
su historia.
-El pequeño resistía apoyado en su vocación. Le encantaba hacer reír a los
demás. Ver la sonrisa en el rostro de los niños iluminaba su alma. Siempre decía que la
risa traía felicidad y la felicidad era el mejor regalo para dar. Por ese motivo, pensaba
que si ofrecía resistencia a los golpes, quedaría sin trabajo y no tendría donde ir. Ya que,
por lo que sabía, su padre había fallecido en una pelea callejera, así que no le quedaba
nadie en este mundo, sólo el circo. Debía ser fuerte. Debía soportar esa tortura. Ya
tendría la oportunidad de ser el mayor artista del circo, sólo tenía a aguantar. Sin
embargo, después que pasó internado tres semanas en el hospital debido de una serie de
peligrosas heridas que “Corcho” le había ocasionado, su paciencia se acabó y su cordura
flaqueó. Fue como si algo se rompiera dentro suyo, como si su alma se partiera en mil
pedazos. El dolor, al fin, había vencido a su paciencia. La situación se había vuelto
insostenible y él era el único que podía repararla.
Cuando salió del hospital, fue hasta el trailer del payaso, y en el mismo instante
en que abrió la puerta, sin mediar palabra alguna, le clavó un cuchillo en la boca del
estómago. El hombre alcanzó a gritar, pero el niño no se inmutó. Se arrojó sobre él y
continuó hundiendo la hoja en su cuerpo. Le clavó una treintena de puñaladas, hasta que
varios auxiliares intentaron detenerlo. Pero el niño logró escaparse entre carcajadas
dementes. Nunca más lo volvieron a ver. El circo nunca más volvió a tener artistas
como aquellos y al poco tiempo se fundió. Y ahora, veinte años después ese chico busca
un público que lo vea, que admire su espectáculo como vos y ellos –dijo el payaso y
señaló varios cadáveres de niños que se encontraban apilados sobre un charco de sangre
en un rincón de la casa abandonada que él había usurpado hace unos cuantos años. La
pirámide de cuerpos superaba el metro y medio de altura. Una infinidad de moscas
deambulaban a su alrededor. El olor nauseabundo le revolvería el estómago a cualquier
otra persona, pero el payaso se había acostumbrado a él.
-¿Te gustó la historia de “Corcho” y “Piolín”? –preguntó.
El chico sin vida que estaba en la silla contigua no respondió. Sus ojos abiertos
miraban el vacío. Llevaba muerto más de una hora. Aún podía distinguirse la sangre
seca en su cuello abierto por una de las dagas.

-Bueno, no importa. La función todavía no terminó, y aunque no te haya
gustado, pronto vendrán otros para verla y supongo que a ellos les va a gustar –dijo el
payaso encogiéndose de hombro mientras se limpiaba sus últimas lágrimas y regresaba
al escenario para proseguir con su show. Aún faltaban algunos actos más y no quería
que su público se los perdiera.
Detrás de los cuerpos sin vida, pegado con cinta adhesiva había un enorme
póster amarillento y lleno de polvo, en él había dibujado dos payasos abrazados que
mostraban una alegría única. En su parte inferior, decía:
“El circo Azul presenta a sus payasos estrellas: “Corcho” y “Piolín”. Todos los
fines de semana en su barrio. ¡No se pierdan este espectáculo inolvidable!”
Abel 

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