En
Limerick, más precisamente en Ballingarry, vivía un hojalatero que,
como todos los de su profesión, era pobre y, por lo tanto, estaba
obligado a vagar por todo el país recogiendo quincalla que después
reparaba. Sin embargo Jack –tal era su nombre– tenía una casa con un
jardín y en el jardín un manzano que era su orgullo. Cuando salía de
viaje, siempre le pedía a su mujer que cuidara la casa, el jardín y, por
supuesto, el manzano.
Un
día, en un camino muy lejos de su hogar, Jack vio a un hombre
distinguido que venía en sentido opuesto. Al cruzarlo, se sacó el
sombrero y lo saludó con respeto. El hombre, complacido por la actitud
de Jack, le dijo:
-Te concedo tres
deseos. Pide lo que quieras, no tengo ningún problema en darte lo que
pidas. Es una gran oportunidad para tí, así que piensa bien.
Jack, sorprendido, se quedó mirándolo. Luego se sacó el sombrero, se rascó la cabeza y dijo:
-En casa tengo un
sillón muy viejo. Cuando alguien me visita, se lo cedo y no tengo otro
remedio que quedarme de pie. Quiero que, de ahora en adelante, todo el
que se siente en mi sillón se quede adherido a él y que el sillón se
quede pegado al suelo.
-¿Para qué quieres eso? -preguntó el hombre.
-Para que nadie pueda levantarse mientras yo no lo permita –dijo Jack.
-Concedido –dijo el hombre y, pensando que Jack era un poco tonto, agregó-. Trata de pedirme algo útil.
Jack volvió a rascarse la cabeza y luego dijo:
-En mi jardín tengo un
manzano. Es un árbol generoso que da hermosos frutos. Pero siempre hay
algún bribón que pasa y me roba las manzanas. Entonces quiero que todo
aquel que trate de robarme una manzana del árbol se quede adherido a la
fruta hasta que yo decida liberarlo.
-Concedido –dijo el
hombre, ya dando por seguro que Jack era muy tonto, y agregó-. Ahora es
el turno de tu último deseo. Trata de pensar en algo que te sirva, algo
que sea de veras útil para tí y los tuyos.
Jack se tomó la barbilla con la mano derecha y con la izquierda se rascó una oreja, luego dijo:
-Mi mujer tiene una
bolsa de cuero. Allí guarda los restos de la lana que le sobran. Pero
siempre hay algún bribón que le roba la bolsa y le da puntapiés como a
un balón. Es una pena porque se derrocha la lana...
-¿Y entonces? -dijo el hombre algo impaciente.
-Entonces, quiero que todo lo que entre en la bolsa no pueda salir mientras yo no lo permita.
-Concedido –dijo el hombre-. Pero creo, pobre amigo, que no has pedido bien.
El hombre saludó a Jack y se marchó meneando la cabeza. Jack, por su parte, volvió a casa muy feliz y tan pobre como antes.
Pasó el tiempo y Jack
tuvo un accidente que lo dejó postrado en su lecho por un año. Como no
podía trabajar, él y su mujer estaban a punto de morirse de hambre. Un
día en que compartían los magros mendrugos que algunos vecinos
caritativos les habían alcanzado, alguien llamó a la puerta. Era un
desconocido alto y elegante que, sin presentarse, entró y dijo:
-Ya veo que son muy pobres y tienen hambre. Estoy dispuesto a ayudarlos con una condición.
-¿Cuál? -preguntó Jack.
-Te daré todo tipo de riquezas, pero después de siete años deberás venir conmigo.
-Es usted generoso, buen señor. ¿Quién es usted?
-¿No adivinas? -dijo el hombre-. Soy el diablo.
La mujer de Jack se santiguó muda de espanto, pero el hojalatero dijo:
-No me importa quién sea. Acepto su oferta.
El diablo entonces se
fue y Jack se convirtió en un hombre rico. En su casa nunca faltaba la
comida, él ya no reparaba objetos de hojalata y su esposa ya no tejía
para otros. Ambos se quedaban en su casa y, para sorpresa de todos sus
vecinos, vivían muy bien. Jack se olvidó del diablo y de la promesa, y
como suele suceder en estos casos, los siete años pasaron muy
rápidamente.
Pero el último día del último año el diablo llamó a la puerta y apareció ante Jack.
-Ya pasó tu tiempo –dijo-. Cumplí con mi palabra y deberás cumplir con la tuya. Ahora vendrás conmigo.
-Empeñé mi palabra e
iré con usted –dijo Jack-. Sin embargo, quisiera pedirle que me deje
despedirme de mi esposa. ¿Por qué no me espera sentado en ese sillón? No
tardaré mucho.
El diablo se sentó y esperó unos minutos. Jack no demoró.
-Vamos –dijo.
Pero el diablo no pudo
levantarse. Lanzó un alarido que se oyó en todo el pueblo y por mucho
que hizo, siguió adherido al sillón. Al final, rojo de rabia, le dijo a
Jack:
-Te daré el doble de lo que te di y catorce años para que disfrutes tus riquezas, pero déjame ir.
-De acuerdo –dijo Jack-. Levántese y váyase.
El diablo huyó tan
rápido como pudo y Jack empezó a disfrutar de su fortuna. Pero los
catorce años pasaron veloces y el diablo volvió a hacerse presente.
-Basta de trucos. Ahora vendrás conmigo. Vamos, prepárate y salgamos.
-Estoy listo –dijo
Jack-, pero quisiera pasar por mi jardín. Allí he pasado mis mejores
horas. Me gustaría verlo tan sólo una vez más.
El diablo no puso reparos y ambos salieron al jardín donde estaba el manzano.
-¿Por qué no llevamos unas manzanas para el viaje? -preguntó Jack.
-En verdad, son hermosas –dijo el diablo.
-Usted es más alto que yo. ¿Por qué no arranca algunas?
El diablo saltó
entonces para arrancar una manzana. Pero quedó aferrado a ella,
balanceándose en la rama; y por más que gritó, chilló y pataleó, todo
fue inútil: no podía soltarse.
-Bájame de aquí –dijo el diablo.
-No. Allí puede quedarse hasta el día del Juicio.
-Que me bajes, te digo.
-No.
-Te daré el triple de riquezas –dijo el diablo– y veintiún años para disfrutarla si me sueltas.
-De acuerdo –dijo Jack-. Puede irse.
El diablo huyó furioso lanzando juramentos y Jack disfrutó de su riqueza.
Cumplidos los veintiún años, el diablo se apareció en la casa.
-Vamos –dijo-. Es la hora. Me pagarás por lo que hiciste cuando lleguemos al infierno.
-Está bien –dijo Jack-, lo que quiera. Pero ahora tengo que despedirme de mi esposa.
-Hazlo rápido.
Jack le dio un beso a
su mujer, tomó la bolsa de la lana y emprendió la marcha. El diablo y él
caminaron un buen rato sin decir palabra.
-¿En qué piensas? -preguntó el diablo.
-En mi infancia –dijo
Jack-. En ese tiempo era listo y muy ágil, pero ahora estoy vijeo y
pesado. ¿Ves esta bolsa? Yo solía entrar en ella y salirme velozmente.
El diablo se detuvo sorprendido y dijo:
-No hace falta ser joven ni muy listo para enterar y salir de una bolsa.
-¿Que no? -dijo Jack-. No estoy seguro de que usted pueda hacerlo.
El diablo se rió, tomó la bolsa y entró en ella, pero no pudo salir. Jack rápidamente la cerró y dijo:
-Ahora que está dentro nunca podrá salir-, y Jack se echó la bolsa al hombro, sin escuchar las súplicas del diablo.
Así cargado anduvo durante dos horas y encontró entonces a cuatro hombres que cavaban una zanja.
-Esta bolsa es muy dura –dijo Jack-. ¿No me ayudaría con ella pegándole unos golpes?
Los hombres tomaron sus palas y picos y golpearon la bolsa por un rato.
-Gracias –dijo Jack siguiendo su camino-. Ahora está más blanda.
El diablo, mientras tanto, seguía suplicando.
-Nunca lo dejaré que salga. Va a pagar el daño que hizo al mundo –dijo Jack.
Al cabo de una hora, se encontró a un molinero.
-Por favor -le dijo Jack-, quisiera alisar esta bolsa. ¿Podría hacer que pase por la rueda del molino?
-Claro, dijo el molinero, y puso a andar la máquina.
De adentro de la bolsa se oían alaridos y la rueda crujía. Anduvo así unas vueltas y al final se rompió.
-¿Qué llevas en la bolsa? -dijo el hombre– rompiste mi molino.
Y Jack cargó la bolsa y
siguió caminando hasta una fragua. Allí explicó a los herreros que la
bolsa era dura y pidió que le dieran unos cuantos martillazos. Los
hombres se rieron pensando en su simpleza y golpearon la bolsa con todas
sus fuerzas. La bolsa saltaba por los aires y los gritos se mezclaban con el ruido de las mazas. Al cabo de un buen rato los herreros dijeron:
-¡Sal de aquí con la bolsa! ¡Hemos perdido el tiempo!
Y entonces uno de ellos tomó un hierro candente y puntiagudo y lo clavó en la bolsa, arrancando de ese modo un ojo del diablo.
-¡Déjame salir! -gritó
éste-. ¡Déjame salir! ¡Prometo no cruzarme nunca más en tu camino! ¡No
quiero que vengas al infierno! Te daré cuatro veces las riquezas que
tienes y cuatro veces más tiempo para que las disfrutes.
-¿Me das tu palabra? -dijo Jack.
-Te doy mi palabra– dijo el diablo.
El hojalatero entonces
abrió la bolsa y lo dejó salir. El diablo tuerto no perdió el tiempo en
saludos y se fue volando para siempre.
Jack, al fin libre,
volvió a su casa. Tenía tanto dinero y tanta abundancia que pudo vivir
veintiocho años sin tener que trabajar. Pero el tiempo pasó y se hizo
viejo. Al final, se murió.
Llegado al otro mundo,
se paró ante las puertas de San Pedro, pero una voz le dijo: “Acá no
entras. Vete con el otro. Fue él quien te mantuvo”.
Jack se encogió de hombros y caminó derecho hasta la puerta del infierno. Golpeó con sus nudillos y entonces preguntaron:
-¿Quién es?
-Soy yo, Jack, el hojalatero de Ballingarry.
-¡No lo dejen entrar! -gritó una voz- ¡No lo dejen entrar! ¡Va a matarnos a todos!
Desde entonces Jack
vaga por el mundo y así tendrá que hacer hasta el día del Juicio. Por
las noches, cuando anda por los páramos y ciénagas, lleva una linterna
con la cual se alumbra. Hay quienes se asustan al verlo.
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