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sábado, 3 de marzo de 2012

JUEGO DE CANICAS


Sucedió esta historia en un tiempo en que los niños aún jugaban en la calle.
Andrés y María estaban convencidos de que su hijo Daniel padecía alguna
extraña patología mental. La relación con él siempre había sido muy complicada. Era
un niño extremadamente retraído. Mostraba actitudes sorprendentes. A veces pasaba
horas sin hacer nada, con la mirada perdida. Por el contrario, en otras ocasiones, era
presa de una actividad febril.
Corría de un lado a otro de la casa, cambiaba los objetos
de lugar, llenaba multitud de hojas de papel con inquietantes dibujos, y leía con avidez
libros, revistas, periódicos. Su padre se había rendido hacía ya tiempo, pero su madre
aún intentaba llegar al corazón de su hijo, descubrir que era lo que fallaba en su mente
para así poder ayudarle. Lo quería con locura. Daniel creía estar acompañado de
multitud de presencias, de entes que sólo él intuía. El aspecto físico de Daniel lo
destacaba entre sus compañeros de escuela. Era increíblemente alto para sus trece
años, y de una delgadez enfermiza. A través de su pálida piel se trasparentaban
infinidad de venas azuladas. Unas profundas ojeras enmarcaban unos grandes ojos
negros faltos de vida. Las ropas oscuras eran las únicas que consentía en vestir. En el
colegio también tenía un comportamiento difícil. Apenas se relacionaba con los otros
niños. Algunos de ellos le hacían burla, aunque viendo la indiferencia con la que recibía
ese maltrato se apartaban rápido de él. A pesar de todo ello la escuela no podía ni
quería prescindir de Daniel. Sus resultados académicos eran sobresalientes. Era
pasmosa la facilidad con que asimilaba conocimientos. Llegaba incluso a superar y
corregir a los profesores. Estos les tenían auténtico pavor.
Daniel sólo jugaba con sus compañeros cuando se organizaban partidas de
canicas. No era buen jugador y perdía muchas balas. Su madre se quejaba del gasto
que esto suponía y los otros niños se aprovechaban. Montaban las partidas en el
parque cercano al colegio. Un día, el enfrentamiento tuvo el mismo final tantas
veces repetido. Perdió casi todas las canicas quedándose tan sólo con unas pocas.
Sus contrincantes marcharon satisfechos a sus casas. Apesadumbrado se sentó en un
banco a meditar. Y de nuevo volvió a percibir las presencias. Le habían acompañado
desde siempre. Nunca estaba realmente sólo. Se movían alrededor, se sentaban a su
lado, oía sus respiraciones, sus risas, aunque no los veía. Esa tarde se atrevió por
primera vez a hablarles. Les pidió, les imploró su ayuda. Las presencias
desaparecieron. Deseó que no se presentasen nunca más. Y decidió que ya no jugaría
a las canicas. Se levantó dispuesto a tirar en una papelera las cuatro que guardaba en
la mano. Y de pronto una joven voz le inquirió:
- ¿Qué haces?
Se giró. Un niño, aproximadamente de su misma edad, lo miraba fijamente.
Vestía completamente de negro, su tez era muy blanca, el cabello, al igual que sus
ojos, oscuro como el carbón, alto y delgado, aunque su atractivo era inmenso. Todo el
que lo miraba notaba una irresistible atracción. De su ser parecía emanar un
magnetismo imposible de ignorar.
– Tiro mis canicas. ¿A ti qué te importa? ¿Quién eres tú? – le contestó Daniel.
– Deberías pensar bien lo que haces. Crees que tirando esas canicas se
acabarán tus problemas y eso no es cierto. Has pedido ayuda y por eso estoy yo aquí.
Sólo te pido que juegues una partida más. Contra mí. Si pierdes esas cuatro balas,
¿qué más da?
– No sé quien eres ni de donde vienes, pero jugaré contra ti.
– Yo antes era como tú. Triste, incomprendido. A veces creía estar loco. Había
gente a mi alrededor que no veía, pero sabía que allí estaban. Nadie más se daba
cuenta. Y un día, como has hecho tú hoy, pedí su ayuda. Me la dieron y ahora yo
también te la doy. ¿Jugamos ya?
Aplanaron el terreno con las manos e iniciaron la partida. Al poco el niño extraño
le había ganado ya tres balas. Daniel tenía la viva sensación de que su rival no estaba
solo. Miró en dirección a los árboles por si alguien se escondía, aunque no vio a nadie.
En ese momento el niño extraño sacó del bolsillo una canica rarísima. Era grande y
talmente parecía un ojo, un ojo de cristal. Comprendió entonces porqué creía que ese
niño no estaba solo. El ojo le miraba. Lo miraba todo.
Seguramente el niño extraño se dejó vencer. El caso es que Daniel le ganó esa
pieza, el ojo.
– Con esta canica no perderás ni una partida, con esta canica cambiará tu vida,
serás popular, apartarás la locura de ti, pero vigila. No dejes que ella te venza. No
abuses de su poder. Está viva. Si le exiges demasiado se vengará. Podría ser fatal –
dijo el niño con aire misterioso –. Me voy. No volverás a verme nunca más. Recuerda,
en tus manos tienes un grandísimo poder. Aprovéchalo. Pero respétalo.
Él, confuso, también salió del parque. Mientras andaba por la calle con el ojo de
cristal agarrado fuertemente por su mano derecha tuvo la impresión de que la gente se
apartaba. Llegó a su casa y rápidamente se encerró en la habitación. Sentado en la
cama miró fijamente al ojo. Sí. Esa canica tenía vida.
A partir de entonces inició una carrera de victorias envidiable. En cuanto ponía
su ojo en el suelo nadie se le resistía. Guardaba en su casa cajas llenas de las canicas
que había ganado. Empezó a ser popular. Todos querían formar equipo con Daniel. No
podía creerlo, pero las chicas lo encontraban atractivo.
Sus padres creían que un milagro había curado a su hijo. Se tornó dócil, amable,
cariñoso. Ayudaba en casa. Incluso la relación con su padre se normalizó. Pero un
hecho era desconocido por todos. Daniel cada vez dependía más del ojo de cristal. No
soportaba separarse de él. Le acompañaba a todas partes. Muchas noches las pasaba
en vela, concentrando toda su atención en la canica. Y llegó un día en que ocurrió el
prodigio. Sucedió de forma inesperada. Al principio se asustó, aunque rápidamente el
susto se convirtió en dicha. Se abría ante él un mundo nuevo, lleno de infinitas
posibilidades. Era capaz de ver a través de ese ojo. Aprendió a espiar, sin que se
dieran cuenta, a sus padres, a sus profesores, a sus compañeros. Daba igual la
distancia a la que se encontrara del ojo. Siempre lo situaba estratégicamente, sin que
nadie se diese cuenta. Así consiguió conocer los secretos de mucha gente. Su
popularidad en el colegio creció todavía más. Se colaba en la sala de profesores,
dejaba el ojo escondido, y así podía conocer las preguntas de los exámenes. Pero,
poco a poco, esa popularidad fue acabándose. El gran poder de Daniel se volvió en su
contra. Comenzó de nuevo a encerrarse en sí mismo. No entendía el miedo que
ocasionaba en los demás. Tampoco los demás entendían por qué Daniel les daba
miedo. La gente intuía que algo terrible escondía, que alguna entidad, espíritu o
fantasma, lo acompañaba continuamente. Empezaron otra vez a hacerle el vacío, a
alejarse. También su familia. Su madre estaba aterrada, en ocasiones le parecía que
su hijo se disipaba, que se asemejaba a un fantasma. Daniel abusaba de su poder
durante largos períodos de tiempo. Y al fin un día llegó el desastre. Estaba usando el
ojo porque sabía que sus padres hablaban de él. Querían internarlo en una institución
mental. Los escuchaba y veía desde lo alto del armario de la habitación. Pero de pronto
tuvo una percepción extrañísima, asombrosa. Se notó todo él dentro de ese ojo. Lo
había absorbido.
Lo buscaron por todas partes. Fue avisada la policía. Se hicieron batidas. Se
repartieron pasquines por toda la ciudad, por todo el país. Las televisiones denunciaron
la desaparición. Pero jamás se encontró al niño perdido. Un día su madre, hecha ya a
la idea que su hijo había muerto, descubrió una extraña pieza de cristal encima del
armario de la habitación. Parecía un ojo. El terror que le produjo fue mayúsculo. El ojo
la miraba con una mezcla de ternura y malicia a la vez. No pudo soportarlo y tiró el ojo
por el retrete.
Bufalaga

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